Malena se aseguró de dejar agua, alimento y piedras suficientes para Pipino. Tenía por delante una guardia de 24 horas en el hospital y el día se presentaba muy caluroso, como todos los de esa semana. Chequeó los mensajes en el teléfono, pero Lu seguía sin aparecer.
Cuando llegó al hospital saludó a quienes se cruzaba por los pasillos con un movimiento casi imperceptible de cabeza. El médico al que iba a relevar le contó un poco de su guardia y la dejó sola para enfrentar el día. Volvió a mirar el teléfono. Seguía sin recibir ningún mensaje.
A media mañana le avisaron que llegaba una ambulancia: una paciente con posible traumatismo de cráneo. Caminó apurada hacia la entrada de Emergencias para esperarla. Alcanzó a oír los estertores de la sirena de la ambulancia y a ver reflejado, contra la pared y el piso, el verde de las balizas que aún parpadeaban. Cuando ingresó a la sala, Malena se conmovió de ver a la adolescente, aún sobre la camilla rígida. Apenas había sangrado su cabeza, aunque se notaba el impacto y eso la preocupó. Le pidió que abriera sus ojos y la chica le respondió revisó sus pupilas, el pulso y solicitó que, de manera inmediata, se le hicieran las placas y estudios para poder intervenir.
Se encerró en un consultorio a estudiar el formulario que le había entregado el médico de la ambulancia. Quiso saber la edad de la paciente y no se sorprendió cuando leyó quince años, era la edad que había calculado. Sonó el interno para avisarle que ya tenían los estudios listos. Una vez que analizó las placas, fue hasta la sala y volvió a revisar a la paciente, se llamaba Sol. El diagnóstico era fractura de parietal derecho, con hematoma subdural que necesitaba ser reparado.
—Ahora voy a hablar con tus padres para explicarles todo. Mientras tanto te van a ir preparando, nos vemos en un rato en el quirófano. Ponete linda—logrando así dibujarle una sonrisa a la chica.
El manto de las luces blancas de la sala de espera sobre las paredes celestes daba el halo de atemporalidad de siempre; Malena se acercó a una pareja sentada y silenciosa, él sostenía firmemente a la mujer que no lloraba, tenía el dolor tallado en su cara.
—¿Papás de Sol?
El hombre aflojó el estrecho abrazo y levantó la cabeza. Se encontró con los ojos oscuros de Malena y su semblante se hizo sombra. Malena de manera instintiva dio un paso hacia atrás, pero ya era tarde.
—Sí, sí. Somos sus padres. ¡Por favor, doctora! ¿Cómo está ella? —le preguntó la mujer que ya se había puesto de pie; él seguía clavado en el asiento.
Malena no podía sacar la vista del hombre, aun así y casi con voz de autómata les dio el diagnóstico y el anuncio de que en poco tiempo Sol entraba al quirófano.
—Perdóneme, doctora. Estoy muy nerviosa. Soy la mamá, imagínese que apenas pude entender lo que nos dijo. Lo que quiero saber es si es grave.
—Su estado es delicado, pero ni bien pueda descomprimir la presión que ejerce el hematoma, nos quedaremos más tranquilos. Mi equipo está acostumbrado a realizar este tipo de intervenciones, confíe en nosotros— dicho esto se arrepintió
La mujer le tomó una mano entre las suyas y con los ojos nublados le pidió por favor que se la devolviera sana. El hombre se había puesto de pie, pero no hablaba, solo se miraba la punta de los zapatos. Malena se soltó dándole un apretón en la mano a la mujer, algo le dijo entre dientes y dio media vuelta para marcharse.
—Lo siento, pero no quiero que la operes vos— dijo el hombre y Malena volvió a girar sobre sí misma.
—Gerardo, ¿qué decís? Dejala hacer su trabajo, Sol no puede esperar. ¿No escuchaste lo que dijo la doctora? ¿Qué te pasa?—entre sollozos habló su mujer
—Quédese tranquila, señora. Si a su marido hay algo que lo inquieta será mejor que yo trate de ubicar de manera urgente a algún otro colega. Haré todo lo posible, aunque lo veo difícil por la fecha.
—Intentalo. No quiero a Sol en tus manos.
—¿Por qué le hablas así? Por favor, doctora. No le haga caso, está tan asustado que ni sabe lo que dice. No hagas retrasar las cosas, Gerardo, por favor, ¿qué te pasa?
Malena comenzó a perder el control ni bien les dio la espalda, los oyó discutir. La misma edad que había tenido ella, la misma cara de desolación, pero Sol estaba en riesgo y era la hija de Gerardo ¿Cómo encarar una cirugía de esa complejidad en su estado? Llegó al consultorio y tomó el interno, tenía que conseguir ya mismo alguien que la reemplazara. Antes de comenzar con la ronda de llamadas y, como un tic, confirmó que en su teléfono Lu seguía en silencio. No tuvo suerte, era verano y en la ciudad casi no había médicos, menos aún neurocirujanos. Buscaba apurada y desesperanzada en la lista de contactos, cuando la puerta se abrió de manera violenta.
Gerardo apareció con sus casi dos metros, los ojos azules desorbitados y la remera puesta al revés. Nunca entendió Malena por qué prestó atención a ese detalle. Ella se puso de pie, intentó replegarse sobre la pared de atrás y, en el movimiento brusco, se le cayó la silla.
—Salí de acá, Gerardo. No compliques más las cosas.
—Por favor, no vine a hacerte nada. Entendé lo que me aterra dejar la vida de mi hija en tu poder.
Por la puerta abierta, apareció la madre de Sol que lloraba y le gritaba a Gerardo que dejara en paz a la doctora. Detrás de ella llegó una agitada enfermera que llamaba a alguien con la mano. Gerardo solo atinó a cerrarles la puerta en la cara, pero un pie se interpuso entre el marco y la puerta.
—Señor, acompáñeme afuera—dijo el hombre de seguridad
—Por favor, Gerardo. ¿Qué hacés?—le cuestionó su esposa
— Cagaste mi juventud, pero ahora eso no va a poner en riesgo a Sol—dijo Malena, adelantándose bien erguida.
Gerardo parecía un animal acorralado; quería hacer entrar en razones a Malena y callarla, ahogar el sollozo histérico de su esposa y golpear al tipo de seguridad que intentaba tomarlo de un brazo, pero sobre todo quería ver a su hija a salvo.
—No te va a quedar otra que confiar en mí, Gerardo. Es imposible hallar a alguien que me reemplace un sábado y menos a esta hora. Necesito que se retiren. Tengo que concentrarme. No retrases las cosas.
—¿Qué está pasando? Por Dios, vaya a atender a mi hija—entre hipos pedía la mujer
—Quince años tenía yo—dijo Malena, apretando los dientes.
—Perdoname, era joven y actué por…
—Callate. Salí de acá, tengo que prepararme y lo último que necesito es que estés haciéndome revolver el pasado.
—Te vuelvo a pedir perdón—gimió Gerardo
—Acompañá a seguridad y sentate a esperar junto a tu esposa.
El hombre de seguridad lo arrastró al pasillo tironeándolo del codo, lo siguió su esposa, ahora muda, que antes deslizó una última mirada a Malena, entre implorante y aturdida.
Malena se quedó sola y eligió llorar para descargar la tensión, sabía que eso le iba a hacer bien. Sonó su teléfono personal y lo atendió. Después, se puso de pie, se soltó el pelo, se pasó la mano para emprolijarlo y se hizo un rodete. Salió con paso seguro hacia el quirófano, la paciente no podía esperar más.
Andrea Leiva, Agosto 2019