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El estante de abajo

Hace unas semanas que llegué y de a poco me adapto; después de todo, solo serán unos meses. Tuve suerte de detenerme en la vidriera justa, donde un cartel solicitaba empleada. Fue cuando recorría una de las dos galerías a cielo abierto de la ciudad, la más linda, la que parece una aldea alpina en miniatura y donde cada local tiene su techo a cuatro aguas de tejas pizarra.

La ciudad es chica, con árboles que contornean todas las calles asfaltadas y plena de casas bajas. Basta con arrimarse a los límites para ver la silueta de la serranía. Aunque ahora es invierno, los turistas igual recorren veredas y bares. Creo que hice una buena elección, haber dejado aquello y aquel por esto otro fue la mejor decisión que tomé en mucho tiempo.

Mi madre dice que no hay que huir, que la solución la tiene una siempre al alcance de la mano y que no hace falta poner rutas de por medio. Ella está convencida de que la maternidad le ha brindado el poder de la sabiduría y eso la obliga a aleccionarnos en cada paso que damos mi hermana y yo. Mi hermana tiene la habilidad de plantarse en la cara una sonrisa de circunstancia, y luego manejar su vida según sus corazonadas. Yo, en cambio, no puedo más que rebatir las sentencias de mi madre y eso nos conduce de modo inevitable a peleas y discusiones que parecen ser el alimento del que se nutre nuestro vínculo. Poner distancia a esto también formó parte del giro en mi vida. Aunque no fueron mi madre y sus consejos el impulso inicial de esta mudanza. Fue lo que me quemaba, lo que me apagaba.

Lo conocí cuando entró a comprar en el negocio donde yo trabajaba en aquellas vacaciones forzadas que me había tomado. Estaba agachada, quitando el polvo de un estante bajo. Primero sentí las campanitas de la puerta, luego saludó y su voz me resultó conocida. Compró algo y a los pocos días volvió a pasar, pero más cerca del horario de cierre, solo para invitarme a tomar un café; él también estaba de paso por la ciudad. Volvimos a Buenos Aires juntos y ya no nos separamos, me fui a vivir con él.

Al principio, encontrarnos después de todo un día de trabajo, era una fiesta. Él llegaba antes que yo y siempre me esperaba con la cena lista. Antes de llegar a casa, pasaba por el Barrio Chino y compraba todas las delicadezas que podía, me sorprendía con los platos más exóticos y llenos de sabores y colores. Después del algún tiempo, me pidió que trabajara menos horas, o que no trabajara. Necesitábamos tenernos todo el tiempo uno al lado del otro, entonces renuncié. Con el correr de los días, comencé a sentirlos largos e intenté hacer otras cosas mientras él estaba fuera de la casa, pero después eran tantas las preguntas que tenía que responder, que prefería quedarme. Yo solo quería verlo sonreír. Todas las noches le cocinaba con la misma dedicación que lo había hecho él.

Fue un amor arrebatado, encendido, colérico, histriónico. Tres años donde miré a través de sus ojos, donde hablé a través de su boca y donde respiré su aire. Mi madre, por supuesto, opinó, le discutí y perdí, terminé con un portazo que decantó en una distancia saludable. Mi hermana habló conmigo antes de viajar para irse a recorrer Oceanía, quiso llevarme. Le dije que mi paraíso estaba ahí, con él, entonces puso su mejor sonrisa de circunstancia y partió. Mis amigas se cansaron de derrochar invitaciones a las que solo les respondía con negativas, no tenía ya el tiempo del que disponía antes, cuando estaba sola.

Pasaron los meses y la casa se me hacía chica, además no acertaba a encontrar la receta que a lo enloqueciera. A veces, algunas cenas languidecían entre reproches y silencios. Los fines de semana, donde antes nos dedicábamos a perdernos entre las sábanas, ahora se extendían en un tiempo moroso, en el que la llegada al lunes se hacía imperiosa. Ya con el lunes a mi disposición, abría las ventanas de la casa y dejaba que el aire recorriera las dependencias, yo respiraba profundo.

Un día comenzó a llegar tarde y la que hacía los interrogatorios era yo. Meses después le dije que me iba; sus ojos vacíos (ya hacía un tiempo que yo había dejado de mirar a través de ellos), su sonrisa forzada y su silencio aceleraron mi abandono de la casa. Antes de irme, me aseguré de trabar bien las ventanas. Fue todo y me dejó sin nada.

Regresé con mis cosas a lo de mi madre, viviría con ella hasta conseguir trabajo y así poder mudarme. Mi hermana había regresado y me abrazó fuerte, como si hubiera querido reconstruirme. Nadie hablaba de él, como si no hubiera existido. A veces hasta yo lo olvido. Los primeros días me los pasaba entre libros y canales de TV: ahora que podía salir, no sabía para qué. Después de unas semanas de dura convivencia con mi madre y de infructuosa búsqueda de trabajo, recordé con calidez unas vacaciones en las sierras y me dije que ese sería mi nuevo destino. Con algo de dinero que me prestó mi hermana, tomé un colectivo, llegué aquí. Camino de la terminal hacia el centro, vi una casa pequeña, toda cubierta de piedra, con el césped de la vereda un poco mal crecido; de la reja artística blanca de la ventana, un cartel ofrecía una habitación en alquiler. La propietaria era una señora mayor que me ofreció incluir en el alquiler la cena, así fue que volví a comer platos alemanes como en aquellas otras vacaciones. A los dos días de instalada, hice mi primera caminata por el centro comercial, me encontré con la vidriera y su oferta de trabajo.

Ya estoy en el local, me gusta, si bien detrás del mostrador estoy todo el día sola, entra mucha gente. Cuando no hay clientes dando vueltas, aprovecho a acomodar las cosas. Como ahora, que veo el estante de abajo con algo de polvo. Me agacho y siento las campanitas de la puerta. Un hombre saluda y su voz me resulta conocida.

Andrea Leiva, Noviembre 2019


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