“La pelea como gato entre la leña”, dije, refiriéndome así al afilador que pasa siempre por casa y que está enzarzado en una pelea diaria de subsistencia para él y su familia. “Como gato entre la leña”, me repetí en silencio y recordé las veces que la había oído en boca de mi madre; ¿cuándo habría visto esa frase reflejada en la realidad? Solo son dichos que se repiten una y otra vez, hasta a veces perder su esencia.
Una imagen fotográfica me apareció como un relámpago: una pila de leña y Simón y otro gato del cual ya olvidé el nombre que peleaban/jugaban en su cima. Estos troncos se amontonaban en el patio de la casa de mis tíos, al lado, muy cerquita, de la cuadra de la panadería, cuando el pan aún se cocía en horno de leña. En ese patio pequeño eran incapaces de sobrevivir plantas ni yuyos, el acarreo constante del combustible para el horno todo lo arrasaba.
Quién sí merodeaba por allí, además de los gatos escaladores, era el gallo Cafrune, con sus aires de distinción y bravía. Su nombre homenajeaba al cantante folclórico de voz recia y varonil, mi tío insistía en que el canto de ese gallo se le asemejaba bastante. Claro que él lo oía bien, cuando Cafrune, el gallo, cantaba a las 5 de la mañana, mi tío y su hijo mayor hacía rato que ya estaban en la cuadra, con el horno encendido y con la pala en la mano. Los acompañaba el maestro pastelero, que se movía con el pecho inflado como Cafrune, sentía que el título de maestro le daba un estatus superior al de su patrón incluso. Nadie le había creído el cuento, entre otros fanfarroneos, de que era el hijo no reconocido de una actriz de moda. Un fin de semana cayó por la ciudad en una gira la actriz en cuestión y fue a buscarlo hasta la mismísima panadería. Tuvieron un encuentro breve y secreto dentro del auto en el que había llegado la mujer. Todos en la panadería lo esperaron expectantes. Después de esa visita, nadie supo por qué, al maestro pastelero se le desinfló un poco el pecho y sus vigilantes con crema pastelera, ya no fueron los mismos de antes.
Las virtudes de tener tíos panaderos eran muchas: canilla libre para las facturas, las galletas marineras, las trinchas, las flautas, los grisines y abordajes nocturnos detrás del mostrador, introduciendo las manos en los frascos de vidrio con golosinas, especialmente los que contenían los chocolatines Jack, con sorpresa. Una ventaja también era el parque de diversiones en el que se transformaba la cuadra cuando los primos nos juntábamos para hacer carreras de canastos, los más grandes los empujaban, mientras los más chicos íbamos a los sacudones golpeándonos contra el mimbre. Como espectadora estaba la Pocha, la tortuga añeja, la que era capaz de levantar polvareda con su trote al ser llamada para comer.
La posibilidad de atender el negocio cuando estaban sobrepasados también tenía su encanto, no así a la hora de cobrar. La gente se manejaba con inoportuna costumbre de no abonar la suma justa y las restas nunca han sido mi fuerte. Algunas matronas protestaban, otras más diligentes me ayudaban a sacar las cuentas y todas me devolvían el vuelto que daba de más. A veces Pocha se salía de sus límites y se daba una vuelta por el negocio, no se inhibía nunca. El día que una mujer descubrió a la Pocha al lado del canasto de las flautas y comenzó a chillar, mi tía la metió en la cuadra de un empujón y la vi llegar hasta la mezcladora a puro arrastre y giros. Estuve segura de que no sería la última vez que entrara al negocio.
Una tarde de sábado, después de haber escuchado a mi tío tocar el bandoneón, se le dio por mostrar un arma antigua que había heredado, un viejo revólver. Alguien propuso como un juego, hacer tiro al blanco. Allá salimos todos, al patio, al lado de la leña. Colgaron un blanco improvisado y cada uno hacía un tiro. Pusieron el arma en mi mano, me explicaron, pero yo tenía once años. Disparé, sentí un tirón en el hombro y el brazo se me levantó. El tiro salió fuera de los límites de la casa. Los adultos se rieron de mi falta de pericia, pero a mi no me importó. Solo pensé y sigo preguntándome adonde fueron a parar ese tiro al aire, la Pocha, Simón, Cafrune, el otro gato y la pila de leña.
Andrea Leiva, Julio 2020
Hermoso cuento. Menos mal que el patio era chico, porque tenía un montón de personajes
Jajajajaja, es verdad! Pasabas apurado y pisabas a alguno de ellos
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